
Este mes de julio se cumplen 32 años de la existencia del único cementerio judío que hay en Mallorca (y creo que también en el conjunto de las Baleares), situado en el pueblo de Santa Eugenia (a 22 kms. de Palma), cuyo nuevo alcalde fue compañero mío en el instituto (¡enhorabona, Guillem!). Fue aprobado el 9 de julio de 1975 por el Gobierno y la Dirección General de Sanidad y podemos encontrarlo junto al cementerio católico de la citada localidad. La primera lápida pertenece a Enrique Davids y data del año 1977. A pesar de que la religión judía es la más antigua de las que todavía existen en Mallorca (hay que recordar que según algunas versiones históricas los primeros judíos que llegaron a la isla pudieron hacerlo antes de la época de Cristo), la existencia de este cementerio y de otras realidades vinculadas con el judaísmo es un misterio para la mayoría de los mallorquines.
La discreción caracteriza los rasgos externos del recinto. Sólo si uno se detiene a las puertas del cementerio y observa con atención los detalles puede apreciar en los barrotes de la entrada dos estrellas de David en cada uno de los extremos y un candelabro. En la parte superior puede leerse una frase escrita en hebreo, reproducción de un salmo sobre la acogida que debe dispensarse a los muertos. Una vez dentro, y ya superada la capilla, llama la atención lo vasto del terreno que engloba todo el recinto; hay más tierra esperando a sus muertos que lápidas sobre las piedras. Aún así, son unas 80 las tumbas que existen a día de hoy (ninguna pertenece a la comunidad ‘chueta’). Y es que éste es un cementerio mucho más internacional que, por ejemplo, el de Deià: aquí hay enterrados alemanes, franceses, norteamericanos, españoles, ingleses, austriacos, húngaros, canadienses, etc. Es decir, cualquier judío (aunque no sea ortodoxo) que viva en Mallorca y que tenga voluntad de ser enterrado en este lugar.
Quiero detenerme en el poder evocador de los apellidos de los difuntos. Uno tras otro forman una lista exótica: Mendlebaum, Levy, Berman, Denoff, Korn, Blume, Almasy, Papo, Mordechai, Singer, Steinberg, Boardman, Duman, Robertstein, Manning, etc. Infinidad de historias sepultadas, infinidad de novelas que difícilmente llegarán a escribirse.
Un detalle importante tiene que ver con la homogeneidad que se desprende del conjunto de las lápidas, representación consciente de la igualdad esencial del ser humano que podemos encontrar en pasajes de la Torah o del Talmud (“todos somos iguales ante Dios”). Ninguna tumba destaca del resto, si exceptuamos dos casos excepcionales: uno, el de un judío francés, Jack Sergio Benhaïm, que también era masón y jugador de cartas (en su enorme lápida podemos ver los tres símbolos que guiaron su vida: la estrella de David, el símbolo masónico y una carta de baraja); el otro caso es el de Arnold Levy, que prefirió no poner lápida alguna sobre su tumba para sembrar la tierra con semillas que, años después, ya han florecido espectacularmente, elevándose un árbol varios metros sobre el suelo.
Más detalles sobre las tumbas: todos los muertos están enterrados bajo tierra, ya que está prohibido el enterramiento en nichos (por estar por encima del suelo) y en panteones (por su carácter ostentoso). También está prohibida la incineración, porque el cuerpo debe ser reintegrado en su totalidad a la tierra de donde dicen las escrituras que procede y no ser aniquilado bajo los efectos del fuego. Las lápidas sólo se colocan sobre la tumba un año después de enterrado el cadáver, porque durante ese tiempo el alma ya ha podido liberarse de la materia completamente.
Sobre la mayoría de las lápidas se encuentran un gran número de piedrecitas. Como recordará cualquiera que haya visto La lista de Schindler, se trata de una costumbre de los judíos askenazíes (de origen europeo, en oposición a los sefardíes, de origen español y mediterráneo) y cada una de ellas la coloca la persona que visita una tumba determinada. Evidentemente, a más visitas más piedras sobre la lápida. Caso curioso es el del barón de Izvor, llamado Nandor Goldstein (1912-1978), cuyas piedras que todavía se mantienen sobre su tumba fueron traídas desde Canadá por un familiar en nombre de él y de todo el conjunto de sus familiares. Otras tumbas no cuentan con ninguna piedra sobre sus lápidas, lo que confiere a su soledad una palpitación todavía más profunda.
Por último, no hay que olvidar la capilla, pequeño edificio situado frente a la entrada y destinado a la celebración de los funerales y al lavado mortuorio de los cadáveres, aunque éste se realiza actualmente en el tanatorio de Bon Sosec en Marratxí.
Imagen: tomada por mi antigua fotógrafa, la dulce Susana G. del Amo.