lunes, 22 de mayo de 2017

EL ELIXIR DEL DESPLOME


(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)

Entre tanto nivel, cuesta destacar un artículo de mi compañero Aguiló Obrador en estas páginas, pero el del pasado miércoles dejó más huella de lo habitual. Seguro que no lo han olvidado: un profesor insólitamente alegre, despreocupado, carismático, al que la inesperada muerte de su hija de 9 años conduce a un cruel desmoronamiento. Divorciado, en paro, destruido, ejerce de mimo por la calle ante los ojos de un estupefacto Ramón.
Hace un tiempo trabajé en la fundación La Sapiencia, bregando con alcohólicos y gente sin techo. Ahí historias como la del maestro Frank no eran la excepción. En muchos casos el desastre ya venía de fábrica, porque el individuo de turno había sobrevivido de aquella manera a familias que germinaban en lo desestructurado o incluso más allá. Pero los casos más impactantes, y no había pocos, eran los de aquellos que disfrutaron de un pasado bastante potable, en algunos casos incluso feliz, pero a los que un problema concreto (un divorcio por lo general, la muerte de una persona cercana otras veces ) los sepultaba en vida, transfigurándolos en zombis. Recuerdo a uno, antiguo ingeniero, que estaba muy interesado en que calibrara la exacta medida de su pérdida, enseñándome los papeles que demostraban que se había casado a todo trapo en la Seu.
De esos años me quedé con algo que en este mismo periódico he llamado ‘terapia Lucrecio’, referido a La naturaleza de las cosas del autor latino. Es decir, cuando contemplar la desgracia de alguien atenúa las penas propias. No se trata de disfrutar del dolor ajeno como si uno fuera un psicópata, no es eso. Simplemente consiste, incluso redoblando la empatía, en contrastar el caso propio, y les aseguro que cuando estuve trabajando en La Sapiencia conocer las penalidades de los internos era mano de santo para el malestar. Como diría Alvy Singer, lo miserable (y todos somos miserables) se ve incluso con alivio cuando piensas en lo horrible.
Como la riqueza de casos de las familias infelices, como escribió Tolstoi en Guerra y paz (por contra, todas las felices serían anodinamente iguales), las caídas fascinan, aturden, embriagan. Y sobre todo remueven si se produce desde una gran altura, de ahí el regocijo habitual cuando un vip exitoso se despeña súbitamente. Nunca sabe uno cuando puede triturarte el destino, esa retribución satánica de la hybris, y suele acontecer el desastre cuando menos lo esperas. En una época, yo siempre miraba hacia arriba cuando caminaba por la calle, no fuera a ser que un tiesto cayera desde un balcón sobre mi cabeza. Pero tampoco podemos pasarnos la vida temiendo una catástrofe, cada cinco minutos, so pena de agudo ataque de paranoia o brote psicótico.

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