(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Durante
un tiempo ostentó cierto éxito en las ciencias sociales un concepto
procedente de la física: la entropía, el segundo principio de la
termodinámica. Es decir, el desequilibrio que se produce dentro de
un sistema, su dinámica hacia el desorden, la búsqueda de un nuevo
orden que se impone reseteando. La entropía es irreversible en
sistemas aislados, pero podría controlarse en ámbitos de mayor
apertura.
Sin
embargo, nuestra entropía no es tanto material (ya me referí a la
razonable salud de los datos de nuestra realidad) como mental. Es el
nuestro un desorden psicológico, interior, buscado. Demasiadas veces
confiamos en la legitimidad objetiva de los conflictos, cuando la
mayoría son artificiales, generados por nuestros caprichos e
inconsistencias. Y ahora, ante la falta de un apocalipsis inmediato
que nos encare, lo invocamos con fanática insistencia, manipulando
datos, acorazando identidades, generando desde los medios y la
política estados adulterados de psicosis. Parece como si una mayoría
se hubiera apuntado al “cuanto peor, mejor” leninista, metiendo
toda la metralla posible en la caldera, con la esperanza de que
estalle de una vez.
Hace
poco en el Observatorio Astronómico de Costitx asistí a una sesión
sobre asteroides. Todos los asistentes coincidíamos en algo: nuestro
interés mórbido por una posible catástrofe, en este caso el
impacto terrestre de un objeto estelar que eluda los controles. El
ocurrente director del centro, Salvador Sánchez, nos tuvo que
reconvenir con sorna: “¡Qué ganas tenéis de que pase un
cataclismo!”.
Por
si nos falla el amado meteorito destructor, o una buena tormenta
solar, vamos adelantando la tarea demoledora desde dentro. En
general, cualquier cosa nos sirve para la trinchera: un autobús, un
carnaval, reinas magas, el día del padre, misas, etc. Somos geniales
hormiguitas de la beligerancia, aprovechamos cualquier miga para la
combustión de la pira sacrificial que la mayoría cobija en su
mente.
Esta
tendencia nos dirige a la simplificación, trágica pero no
insospechada, que caracteriza una ansiedad por la incertidumbre de lo
plural que nos satura. El sistema es complejo, los individuos ya no
tanto. Si los antiguos griegos partían del colectivo para conquistar
la individualidad, nosotros seguimos el camino contrario: buscamos
afanosamente el calor anestesiante del grupo, el consuelo estéril de
la indiferenciación.
Pero
lo complejo no es una suma de elementos simples, sino que maneja otra
lógica. No hay recetas seguras hacia redenciones o liberaciones,
porque esos espejismos son de naturaleza entrópica, anhelan dogmas,
un punto de fijación, un inmovilismo perpetuo. El hecho de que
nuestro mundo occidental haya tolerado como ningún otro el desorden
y la confusión, sin necesidad de renacer de cero, hace que el
desafío en pro de la entropía vaya subiendo insensatamente su
apuesta.
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