(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Uno
de los malentendidos más habituales de nuestra época tiene que ver
con un ingenuo planteamiento del progreso moral. Al decir de algunos,
parecería que vamos evolucionando de forma imparable y en línea
recta hacia una epifanía de pureza indescriptible. Cuando si hay
progreso moral, que lo hay, no funciona de esa manera tan edulcorada
y teleológica.
Para
empezar, muchas veces nos encontramos con un simple desplazamiento de
nuestros fetiches victimarios. Si una gran parte de la población ha
dejado de odiar a negros, gays y mujeres, también es cierto que en
demasiados casos lo han hecho simplemente para consagrarse a la
abominación minuciosa de otros colectivos (taurinos, fumadores,
votantes de la derecha, turistas, etc.). No parece que en eso haya
demasiado progreso moral, y sí mucho de falsa superioridad ética.
Nuestro
gen persecutorio sigue vivo y con buena salud porque la Inquisición
es transversal. Como decía mi maestro René Girard, la pulsión de
acosar a nuestros semejantes tiene la siniestra habilidad de
adaptarse al sentir de cada época para intentar hacer presentables
sus grasientas e histéricas fobias. Por supuesto quedan residuos de
otras eras, pero si en el mundo de Twitter descuella algo es el
movimiento linchador que desde una idea supuestamente progresista de
lo político dispara contra todo lo que se mueve, sean esos
movimientos sospechosos algo relevante, es decir, objetivamente
criticables, o simples tonterías.
Esta
semana hemos vivido la enésima cacería, con la escritora María
Frisa y su novela (que no
manual) infantil
'75 consejos para sobrevivir en el colegio'. Los pelotones, en
redes sociales y medios de comunicación, han funcionado a destajo.
Primero disparar, después informarse. O sólo lo primero. La
cuestión es perseguir, excluir, pontificar dogmáticamente. Eso
seguimos haciéndolo de maravilla, ahora más desde el buenismo.
Y
la trampa deprimente del asunto consiste en utilizar causas aseadas y
necesarias para perseguir a nuestros particulares chivos expiatorios
autóctonos. Instrumentalizar esas causas de forma esquizofrénica,
favoreciendo a veces a lo peor de cada corral. Podríamos
ejemplificar esta doblez en algunos sectores del movimiento
feminista, cuya bipolar vara de medir los lleva por una parte a
demonizar cualquier mínimo indicio de supuesto micromachismo o
heteropatriarcado en España, para después ignorar olímpicamente
casos de brutales abusos a la mujer que se producen al abrigo de
comunidades islámicas.
Estamos
inmersos en una competición por ver quién es más víctima: no
sería la razón sino la supuesta condición victimaria la que
concedería mayor verdad a una postura u otra. Y por verdad se
entiende mayor legitimidad para linchar a los otros.
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