(versión expandida de mi disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Mi
condición de diezmesino ya insinuaba que esto de fijar cuál es el
propio origen es un asunto algo complicado. Me tocaba nacer a inicios
de septiembre, pero me fui retrasando y retrasando. Mi madre me lo ha
achacado no pocas veces: “eres tan vago que ni querías nacer”.
El ginecólogo era un primo suyo, y en la confianza de lo familiar
prefirió esperar al parto natural. Pero como el impasse ya
era preocupante, tuvo que enviar a los geos. Nacer era para mí como
ese texto de PeCasCor (el suicida Pedro Casariego Cordoba): un
combate no deseado, con ese sonido de una campana en el ring cuando
se corta el cordón umbilical. Sin embargo, hace un tiempo que apenas
celebro mi primer nacimiento, pues el segundo fue más intenso y me
dejó una huella profunda. Si primero no quería nacer, luego me
resistí a morir. O la muerte se distrajo mientras yo la estaba
esperando.
El
verano del 2000 me sacaba un dinerillo trabajando de pizzero. Pero no
estaba destinado a profundizar en la materia: solo duré dos días. A
eso de las 22:30 h del segundo, entregaba una pizza en un San Juan de
Dios que no podía ser más lóbrego. Me costó llegar pues no había
apenas luz en la calle. Esperando en el hall a que una enfermera
bajara a recoger su cena, pensé: “La de años que hace que no
pisaba un hospital”. Ese delatador olor a desinfectante. Una media
hora más tarde iba camino de hospedarme en otra clínica durante una
buena temporada.
Las
peores cosas que me han sucedido en la vida se deben a un exceso de
cautela. Tal vez posea un desastroso manejo de los tiempos, como mi
experiencia política evidenció claramente. Ese 8 de julio intuí
que la furgoneta que salía del Mercapalma podría traspasar con su
morro la línea de Stop que lo separaba de mi carril. Para evitar
cualquier percance, cambié mi trazada unos metros a la izquierda.
Tras confirmar por el retrovisor que no venía nadie, claro.
Finalmente fue esa maniobra la que casi acaba conmigo, porque la
furgo no se detuvo ante su señal. No pude esquivarla (si hubiera
seguido por el arcén, sí), el ciclomotor se quedó empotrado en la
puerta del conductor, y yo salí volando por encima, bastantes
metros, con la mala suerte de que la baca del vehículo me seccionó
la femoral de mi pierna derecha.
Era
un sábado veraniego, en una zona atestada de trafico. Fue un milagro
que una ambulancia, que por lo visto andaba por ahí, llegara a
tiempo antes de desangrarme. Salvé el match ball, y ya en el
hospital dos bolas de set: la herida, muy abierta (el fémur salía
de la pierna como el bicho de Alien del estómago de John
Hurt), no se infectó ni gangrenó, así que evité la amputación;
también pudo sortearse una pierna rígida, aunque la movilidad quedó
bastante reducida. Es curioso esto de morirse: lo habría hecho en un
estado de sosiego absoluto, por la catarata de endorfinas que derramó
mi cerebro para que olvidara el dolor. Mientras, a mi alrededor una
pareja con rostros atemorizados me ponía sobre la pierna una toalla,
no sé si por mi bien o por el suyo, y el responsable del accidente
se echaba dramáticamente de rodillas en el suelo pidiéndome perdón.
Así
pasé de libra a cáncer, aunque sin cambiar de hospital (del Mare
Nostrum de 1977 a la Rotger de 2000). Me esperaba un tortuoso año y
medio de recuperación, con el añadido de cierto consuelo
psicológico: escabullirme de la muerte por unos minutillos se
convirtió en mi Terapia Lucrecio, el amuleto que ayudaba a
desactivar, relativizándolos, los males que me cayeron encima los
siguientes 16 años.
También
tuvo otro efecto curioso: sin saberlo, porque el domicilio de entrega
no era el de su familia, le estaba llevando la cena a mi primo Víctor
y unos amigos en Son Ferriol. Al quedarse sin comer, y tras maldecir
al torpe pizzero (todavía desconocía mi identidad), se atrevió a
hablarle por primera vez a una chica del grupo que le gustaba. Hoy
están casados y acaban de tener un hijo.
1 comentario:
¡Bien bi-nacido!
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