(disección publicada hoy en El Mundo-El Día de Baleares)
Toda
vida tiene algo, mucho o poco, de pesadillesco. A veces esa bruma
procede del exterior, de azarosas y bizarras conexiones en el
espacio-tiempo, y en otras ocasiones brota directamente de alguna
tara interna. Estas semanas, el muro de Facebook de mi amigo Nadal
Suau ha reanimado dos episodios un tanto kafkianos de mi triste
biografía que van en estas dos líneas alucinatorias.
A
cuenta de una cita de Cynthia Ozick sobre la locura que al parecer le
sobrevino al emperador Tito por un tábano que anidó en su oreja,
Suau me hizo recordar mi historia con un insecto. Tendría unos 4
años, época en la que una profesora del San Vicente de Paúl en La
Soledad me robó traicioneramente una banderita fungolera que mi
padre me había montado con un listón y un pañuelo de tela. Por
entonces, jugando en el jardín del colegio un bichejo peleón me
saltó a la cara, y yo pensé que se había metido dentro del párpado
izquierdo. Durante años viví aterrorizado con la idea de que el
insecto se había quedado a dormir ahí dentro, y cuando se movía me
provocaba picores en el ojo. Sin metamorfosis pero con simbiosis,
casi más Cronenberg que Kafka.
Luego
me entero de que Suau y yo coincidimos, allá por 1998 cuando cursaba
segundo de Filosofía y por primera vez necesité gafas, en la
proyección de El proceso de Orson Welles en el centro
cultural de Sa Nostra. Él estaba arriba, en buena compañía; yo
abajo, solo, crispado. Era mi fase Travis Bickle. El pase llevó tan
al extremo lo kafkiano que este pathos acabó inundando la
sala a lo grande.
Recuerdo,
nada más entrar, a dos monjas con unos fastuosos hábitos, sentadas
en la última fila de la sala. ¿Se habrían confundido de evento o
les ponía Welles? También a un ciego, que se enteraba de la
película (se estaba pasando subtitulada) por lo que le susurraba al
oído Eugeni, un condiscípulo mío que era de... ¡Es Castell!, más
Kafka.
O
que un corte brusco del proyector a pocos minutos del desenlace dejó
un final falso que la mayoría asumió estoicamente, dejándonos
solos a unos pocos para disfrutar la prórroga al repararse la
avería. O un fotógrafo de la prensa local llegar tarde y
fotografiar la pantalla en pleno metraje, deslumbrándonos con el
chisporroteo visual del flash en la pantalla. A la salida del delirio
uno buscaba referencias fiables, cierta serenidad, pero un reloj de
calle señalaba un horario (las 51:48) propio de un meridiano
alienígena.
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